En el colegio nos enseñan que hace mucho tiempo las guerras en Europa acabaron. La Pax Americana que reina desde la Segunda Guerra Mundial ha librado al viejo mundo de la sombra del sufrimiento durante más de seis décadas.
También se nos enseña que hace siglos hubo guerras de religión, donde la contienda tenía un tinte más ideológico que económico, siendo la última conocida la Guerra de los Treinta Años según el libro de texto escolar.
En este contexto de relativa paz parece que pelear por los ideales es cosa del pasado, que somos más prácticos a la hora de resolver nuestras diferencias. Ojalá fuese así. Porque si realmente fuese así ya no seríamos seres humanos, sino algo posterior.
Lo que la enseñanza primaria olvida es que desde aquellos días turbulentos no hemos dejado de ser las mismas personas a pesar de tener toda nuestra tecnología y democracia. Seguimos siendo supersticiosos, tenemos miedo y luchamos contra todo lo que amenace nuestra existencia. Pero la diferencia es que hoy lo hacemos solos, como individuos. Seres solitarios que no tienen nada que ver los unos con los otros, con morales diferentes y costumbres únicas.
No es así. La sociedad está formada por personas, no personas que forman una sociedad. Eso se nos hace creer desde que somos jóvenes y por eso aceptamos los dogmas neoliberales con tanta contradicción interna.
Y aquí es donde se muestra la guerra de religión moderna. Es el Becerro de Oro contra el espíritu humano. Ya no se lucha con armas ni libros. Se lucha con televisiones y deuda. Y el vil metal va ganando por culpa de los adeptos que tiene, de su tergiversación de la historia a la que ha hecho olvidar que el mundo está habitado por Homo Sapiens y no por fuerzas de mercado o reyes separados de todo reino.
La guerra de religión existe y no se trata de adorar a un dios u otro, sino permitirnos creer en uno o que otro nos subyugue.